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ictoriano era un indio peruano, que no pasaba del metro cincuenta. A veces lo llamábamos Demetrius, diminutivo griego de metro y medio. Trabajador como él solo. Nunca hablaba, sólo sonreía. De pelo porfiado y orgulloso de su raíz inca. No pasaba de los cuarenta, pero era un come años. Aún cuando era de apariencia ti-mida era un hipócrita en potencia, tenía la mala costumbre de explotar a su propia gente y abusaba también de los bolivianos. Tenía como profesión colocar pisos de madera, los pulía, renovaba y repa-raba. Sabía su arte. Años atrás había conocido a un ingeniero limeño, que le ayudó a venir a trabajar en su empresa. Cuando sólo llevaba dos semanas en Temukoland decidió irse a trabajar con unos ecua-torianos, no alcanzó ni a pagar su pasaje. Los ecuatorianos eran tan o más ruines que él, “las ratas se juntan con las ratas”, dice mi viejo en su amplio repertorio de refranes. Conocía el más mínimo uso de cada maquinaria, era diestro con sus manos y cuando se ponía a trabajar no se paraba hasta concluir, olvidándose de almuerzo, pausas, café y hasta de la cena. Pues la tarea consistía en hacer la mayor cantidad de metros posibles, ya que el contrato era por metros y no por horas.
Tenía buenos contactos, siempre le estaban llamado, general-mente en el centro de Karipitinsky, en forma esporádica salía de la ciudad. Lo único que no debemos obviar era su puntualidad en el pago de su cuota de alquiler, eso era sagrado para él. Pero nunca se le vio comprando ni leche, ni refrescos o pan para algún desayuno.
Todas sus comidas eran en la calle y los fines de semana visitaba un kiosco para comer perros calientes, era su alimentación dominical.
Este Demetrius a costa de sus explotaciones, llevaba tiempo comprando lotes de terrenos en Trujillo, muy cerca de una Universi-dad, pues pretendía hacer algunas residencias estudiantiles, además de algunas pensiones muy cerca de la carretera panamericana, para que los transportistas pudieran hacer un alto en el camino. Además pensaba construir varios locales comerciales, para después alquilarlos y así no volver a sacrificarse tanto. Sus intenciones y proyectos eran buenos, pero no nos gustaba su afán desmedido de joder a sus paisanos, no había compasión, con tal de llevar adelante sus sueños.
Cierto día llegó con los ojos moreteados y con la cabeza vendada, Jairo un colombiano nacido en Corinto, en los Valles del Cauca, le dio una zumba de esas buenas; patadas y puñetes hasta en la cédula. A pesar que había crecido en Cartagena de Indias, Barranquilla y Santa Marta, no se sentía un costeño cien por ciento, decía que todas sus tácticas boxísticas las había aprendido de su viejo que se había criado en las montañas entre guerrilleros y campesinos. Jairo había trabajado un mes completo con Victoriano, incluido fines de semana y el muy malvado cholo le pagó la miseria de 5.000 coronas reales. Pero este colombiano pensando en la cantidad de metros, más o menos llevaba una cuenta que estaba por sobre las 12.000 co-ronas reales. Por ello al ver que no alcanzaba ni a la mitad de sus pretensiones, se enfureció a tal punto, que tuvieron que quitarle al cholo, pues por poco lo mata.
Lo cual surtió efecto pues Jairo logró al menos cobrar 10.000 y por supuesto en cambio a 4.30 era algo parecido a 2.300 dólares y eso era un dineral en pesitos. “Oiga venga y le digo”, comentaba. “Quien a hierro mata a hierro muere”, decía la abuela Filo. Sucedió en diciembre, casi en vísperas de Navidad, cuando unos más bandidos que el Cholo, lo divisaron cuando salía de una agencia de cambios, y lo siguieron hasta una vez montado en el Metro, lo adormecieron con spray y lograron despojarlo de casi 4.000 dólares, y más de 15,000 coronas reales. Era muchísimo dinero para que lo atracaran así tan feo. Cuando llegó todo cabizbajo y nos comentó, nos recordamos de todas aquellos bolivianos que había sido explo-tados, quizás cual de ellos, le montó la cacería y le aplicó el término bíblico “no hagas a otros, lo que no quieras que te hagan a ti”.
Actualmente el cholo Victoriano ha sido deportado a Perú, también sin más pertenencias que lo puesto. Mandó un dinero para que le enviaran algunas cosas, lo cual nunca hicimos, ahí nos enteramos de la lista de cada uno de los personajes que había utilizado y la sumatoria de todo el dinero que había logrado reunir. Ahora entendíamos por qué sus proyectos no eran de construir pequeños negocios, sino construcciones grandes. En la lista aparece Liborio Chinochet, el mismo peruano que fuera su última víctima, pues al ver como era utilizado, explotado y mal pagado, optó por cortar de raíz con esta mala plaga, y aún sabiendo que él también sería deportado, lo denunció ante las autoridades de Migración.
En el grupo nunca le tuvimos cariño, era raro, nunca comentó sobre su familia, hijos, padres, parecía vivir en solitario, nunca le lle-gamos a conocer alguna amiga. En nuestras reuniones optaba por ausentarse, temía que bajo los efectos del licor, alguno le buscara bronca. Menos aún cuando Jairo venía con algún roncito Viejo de Caldas. Pues sabía que había sangre en el ojo, y las rencillas siempre dejan secuelas.
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