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as falsarna, Claudito; las falsarna, huevón” pues al viñamarino se le olvidaba lavar la unión de las dos latas, una especie de dobléz. Éstas miden alrededor de cincuenta centimetros de ancho, y entre lata y lata había un dobléz donde casi siempre quedaban restos de vieja pintura. Las mismas hacían especies de callecitas que bajaban hasta el alero del techo, hasta concluir en el fotränna, una pequeña lata con una altura de diez centímetros que luego lleva el agua hacia la cañería de desagüe. Además cumplía una misión salvadora cuando el trabajador estaba muy a la orilla, ayudaba a frenarse y de paso a descansar la posición vertical del cuerpo sobre el tejado.
Claudio tenía algo así como treinta años, chileno del puerto, a pesar de haber nacido en Agua Santa, donde se crió con su tía Tocha Castro, le salía el acento del cerro por los poros, mencionaba El Barón, Cárcel, Placeres, Cordillera, siempre comentaba de la Plaza de la Victoria donde conoció a su esposa, o de la avenida Pedro Montt. Siempre nos hablaba de su hijita Emperatriz, a quien no conocía sino por fotos y por los comentarios que hacía desde Chile, su esposa. Así a veces se nos sumía en la nostalgia y se ponía a tomar para olvidar sus penas.
Era un bruto para el trabajo. Además tenía una característica especial, pues siempre era el centro de atención, cuando se mandaba sus desórdenes, de ahí, su sobrenombre de Pastel, siempre ponía la torta.
Una noche de esas en que los grados no suben de menos diez y con los efectos de una borrachera, se le ocurrió acostarse en una de las camionetas que se encontraba en la intemperie. Todos creíamos que se había marchado en el tren subterráneo, pero al inocente lo salva Dios, decía mi tía Dora. Se acabaron los cigarrillos y ya tampoco habían petardos, así que alguién salió rumbo al 7-eleven. Así se encontró con Pastel casi paralizado por su valiente hazaña. Recuerdo que la chimenea de la oficina, estaba encendida, aún así nos costó trabajo hacerlo revivir. Luego del susto, vinieron las risas y por su-puesto siguió la borrachera. Era viernes.
Pastel a veces era un personaje diabólico, pues en las alturas invocaba a Satanás, lo cual hacía molestar a sus católicos compañeros. “Me quiero morir”, gritaba a toda risa, mientras saltaba en un minúsculo cajón del Sky lift, a veinticinco metros de altura. Bien sea poniendo plásticos en las ventanas, pintando o lavando.
Así transcurrían de alegres nuestras estadías. Cada quien intentaba dejar en el pequeño apartamento, sus penas, pues a la hora de trabajar había que estar atento y debíamos ayudarnos a subir el ánimo. Aunque fuera riéndonos de Pastel y sus travesuras.
A la hora del lunch era otra risa obligada, sobretodo cuando nos quedaba cerca algún lugar de comida asiática self-service, sus empleados sufrían al ver nuestra entrada, sobretodo los hermanos peruanos quienes se caracterizaban por sus enormes cerros de comidas y varias repeticiones por la mesa central del buffette.
De bajativo un cafecito con leche, siempre ayudaba en la sobremesa que casi nunca llegaba a la hora, menos si el multifacético supervisor se sentaba a almorzar con nosotros, entonces escasamente llegábamos a los veinte minutos y “a trabajar mis regalones” era una invitación diplomática para seguir la faena. Cuando no había cerca algún restaurante, generalmente enviábamos a un emisario a una pizzería o de lo contrario, nos pasábamos de largo, bebiendo agua, haciéndonos el causeo del perro, decía el viejo Eduardo de la Urra.
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