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ablando de ciudad, recordaba esta madrugada cuando mencio-naba al matutino El Metro y sus característico color verde en portada, dentro de los dieciséis países y sesenta y siete ciudades don-de se publica, incluida mi Karipitinsky, capital de Temukoland, pe-queño país situado en el Mar Báltico, vecino de los escandinavos suecos y finlandeses y lugar muy visitados por sus otros vecinos de Lituania, Estonia y Letonia.
Su riqueza básica está constituida por la comercialización de repuestos, pero en forma muy particular, extraídos de carros choca-dos que compran a los países vikingos y luego de minuciosas revi-siones, rescatan piezas por piezas, las cuales posteriormente expor-tan por el mundo, es así como cantidades de repuestos de Volvo, Scania, Saab, BMW, Mercedes Benz, y otras muchas marcas cono-cidas en el mundo automovilístico, son vendidos y sin lugar a dudas es una fuente de ingreso a la economía nacional.
Su población no llega a los cuatro millones de habitantes, pero sus múltiples convenios con la O.N.U. han dado la posibilidad a que muchísimos inmigrantes puedan asilarse.
Tal es el caso de los chilenos que, luego que Pinochet aplicara sus lineamientos fascistas y la ola de represión sobre la tierra del co-pihue, pudieron ingresar cerca de cinco mil personas, en su mayoría familias trabajadoras. Los primeros en verdad fueron perseguídos, torturados y conocieron las cárceles, luego vinieron como dice Luis Vera, en su magistral obra cinematográfica Los bastardos en el Paraí-so, quienes se inventaron historias y lograron quedarse para vivir del sistema y cometer toda clase de fechorías, afeando la imagen de gente trabajadora que tanto ha caracterizado al chileno en el mundo. Pero a Temukoland, también han llegado personas de Irak, Kurdis-tán, de países africanos y latinos de diferentes nacionaldades, aquí los ecuatorianos gozaban de ciertos privilegios, dadas las circuns-tancias que atravesaba su tierra en los últimos años, se les otorgaba un permiso de asilo humanitario, el cual lo perdían a los seis meses, en muy pocos casos fue revalidado por una permanente, pasado este corto tiempo comenzaba la persecución y posterior regreso a su país, tal es el caso de Sandrino, expuesto en capítulo anterior.
La temperatura agradable de la temporada abril–septiembre siempre promediaba los 25-28 grados, claro a veces no nos salvába-mos de algún aguacero, ya en Octubre comenzaba a rondar los 5 y así bajaba paulatinamente para en Diciembre hablar de menos vein-ticinco grados. Por ello en la Navidad los regalos se destapan a las cuatro de la tarde, es imposible que los niños soporten a hasta las doce de la noche, para saber sobre sus regalos, como suelen hacer los chamos de mi América. Pero cuando la Navidad ya estaba cerca, eran muy pocos los latinos que quedábamos dando vueltas, muchos habían logrado reunir sus dolarillos y habían partido a Sudamérica.
No sucedía lo mismo para quienes esperábamos la nieve, y con ello una posibilidad de trabajo, todo dependía de la cantidad de nieve y además que la temperatura no sufriera cambios drásticos, pues de subir, la nieve se descongelaba y se convertía en agua, dejando no solo más frió, sino también nada de trabajo. Así cuando nevaba tres días y sus respectivas noches, seguro que había medio metro de nieve en las calles y en los techos, por lo tanto vendría “laburo”, por ahora la tarea consistía en buscar pantalones gruesos, calzones largos, bue-nas botas, cinturón de seguridad, palas, picos y nunca faltaba un pito.
Generalmente los equipos eran de tres personas; el más valien-te bajaba hasta la orilla del techo, aguantado en el fotränna, que a veces casi ni existía de tanto hielo en su lugar, el asistente se quedaba en la parte alta del techo, para ir corriendo la cuerda, para que el pa-lero se deslizara por alrededor del techo en todo el edificio, y un tercero se quedaba abajo, vestía fosforescente chaqueta de inspector de tránsito, de hecho cumplía idénticas funciones con los peatones, para impedir cruzaran por donde estaban botando la nieve de los techos, pues a veces no solo era copos, sino también pedazos muy grandes que estaban congelados y al caer al suelo se hacían añicos. Además debía estar muy pendiente de las Entradas principales, pues muchas madres salían con sus bebecitos en coche y no faltaban los inquietos ancianos que salían a caminar justo cuando estábamos en plena faena. Por ello el uso del Pito jugaba un importante rol en estas actividades, un pitazo indicaba parar, dos pitazos continuar, tres y más ya era escándalo. Muchas personas hacían caso omiso tanto de las vallas de advertencia y seguridad, como del hombre del pito.
Comenzaba la discusión entre los trabajadores, “métete el pito en la raja, huevón”, “dígale que se vayan a la conchesumadre”. Además el que estaba abajo debía discutir con los obstinados chóferes que insis-tían en estacionar frente a nosotros, de ahí se presentaban posteriores problemas con las aseguradoras de carros, pues muchos personajes aprovechaban estas circunstancias para solicitar indemnizaciones por siniestros que no habían ocurrido precisamente en estos lugares.
Pero lo más bravo era aguantar el frío, a pesar de la ropa y to-do. Los pies, las manos, la nariz chorreando agua y las orejas esta-ban rojas del frío, parecía una especie de tortura y la paga tampoco llegaba a diez dólares la hora. Y había que hacer varios techos antes que llegara la noche, ya a las tres de la tarde nuevamente estaba os-curo.
En las tardes nos tomábamos un rico chocolate caliente y de ahí para la casa a recuperarnos, para el próximo día hacer idéntica tarea. A veces las camionetas que se quedaban pegadas en la nieve y había que sacarlas a empujones. Algunas no tenían ni calefacción, así que tratábamos de abrigarnos extra.
Había un problema muy particular, el cual no he comentado en los capítulos anteriores, aún cuando se ha hablado del clima, de los trabajadores, de los trenes, del Metro, cada quién se desempeñaba muy bien en sus funciones, pero no podíamos decir, sino “jei” es decir “hola” porque el idioma en Karipitinsky era bien difícil, aunque un poco más pausado que en otras ciudades de Temukoland.
Para quienes no estábamos acostumbrados a tanto uso de foné-tica, nos costaba una bola y parte de otra, una barbaridad. En nuestra condición de ilegales no teníamos chance alguno de ingresar en las escuelas para extranjeros, donde se estudiaba TFI (temukense för in-vandrare) es decir, temukense para extranjeros, a lo único que po-díamos optar cuando no había trabajo, era ir a la Iglesia Evangélica, donde el pastor chileno Pablo Bustamante impartía enseñanzas del temukense con el compromiso de asistir también a clases de Capo-era, de la cual era miembro fundador junto a su amigo Betinho veni-do del Brasil . Pero después de la Iglesia, nos quedábamos en las mismas, pues en cualquier conversación con los nativos, siempre nos decían que parecíamos a Tarzán.
Recuerdo los días viernes, que teníamos reales, así llamaba-mos a la moneda en Temukoland aunque oficialmente su nombre eran Coronas Reales; por un dólar nos daban 4.30 reales. Nos íbamos de rumba a las salas de Salsaclub, allí una cerveza de medio litro nos costaba dieciséis reales y una era ninguna, así que la hacíamos durar en nuestras interminables conversaciones de nostalgias.
A las rubias de Karipitinsky les encantaba el baile tropical y el color de nuestra piel; los caribeños siempre sueltos de cintura, eran lo más apetecidos, no así los sureños, pero con tal de divertirnos, poco importaba si lo hacíamos bien o no. Además siempre había la posi-bilidad de que algún tesoro escandinavo nos llevara a su casa.
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